De pequeño, en mi mar de tiempo, pasé largas horas jugando a un juego que creo que a mis padres llegó a preocuparles. O tal vez no.
Yo había desarrollado una habilidad felina para capturar pequeños bichitos, generalmente moscas, mosquitos y saltamontes y lanzarlos a una tela de araña para ver como la araña los devoraba. Puede parecer algo sencillo de hacer, pero dependiendo del tipo de insecto capturado y del tipo de tela, así como del tipo de araña, has de variar la fuerza con que lanzas a la presa y el ángulo o herir más o menos al bicho para que la araña pueda cazarlo.
Una vez hecho lo anterior, la araña acechaba al invasor de su reino al sentir las vibraciones, se acercaba deslizándose, le capturaba con sus patas delanteras, le hincaba sus quelíceros y le arropaba en ese sedoso saco de dormir, que era para la presa su mortaja y para la araña el envase de un refresco de sabrosos jugos orgánicos.
Llegué a crear mi propia taxonomía arácnida que en nada se parece a la científica, con nombres que yo mismo inventaba, tales como arañas tigre, de rincón, de salón, saltarinas, cocodrilo, paticortas y patilargas, segadoras y ojos rojos.
Esta tarde, tras la comida, estaba tomando un café en la cocina de la casa de mis abuelos y he capturado una mosca molestona que zumbaba cerca de mi vaso y me cosquilleaba en las mejillas. Y entonces recordé el juego. He lanzado a la pobre mosca sobre una tela de araña que había en el tiesto de la ventana. Para mi sorpresa la araña también recordó el juego a pesar de todo el tiempo que ha pasado. No me engaño porque sé que ella no era la misma araña de entonces y lo que es peor, también sé que yo tampoco era el mismo.
Volverán las pardas arañas tus moscas a cazar, pero las de antes, las de aquel verano, no volverán. Ahora recuerdo por qué de pequeño pasé tanto tiempo haciendo estas cosas.