Una casa amarilla en el pueblo de mi infancia, en Cantabria, la casa de los abuelos de mi amiga Marta. Junto a la ventana del primer piso nadan tres peces en el aire, el cielo límpido y el sol brilla.
Los peces son de esa especie minúscula cuyo cuerpo es transparente y solo los ojos y la espina son visibles y de color plata. Pero el tamaño es mayor, son del tamaño de la palma de la mano de un niño.
Desde abajo mi padre (papá) y yo contemplamos las evoluciones de los peces en el aire, que giran y se cruzan y recorren mil veces la misma esfera, tal y como hacen a veces, en los remansos del rio.
Le pregunto a mi padre, que cómo puede ser que los tres peces naden en el aire, junto a la ventana de la casa amarilla, flotando como sin esfuerzo tal y como lo harían en el agua. Mi padre se queda pensativo y yo mismo, antes de que él responda, doy una explicación vaga, que si tal vez la pecera en la que vivían, en el alfeizar de la ventana se les quedó pequeña y no les ha quedado otra opción que saltar fuera de la pecera y vagar por el aire en busca de espacio, mosquitos y luz de sol.
De reojo veo que mi padre (papá) asiente no muy convencido con la explicación, yo que en mi sueño he vuelto a ser un niño, me conformo con mi propia respuesta y la hago tener sentido en mi imaginación infantil. Ambos nos quedamos en silencio contemplando las barrigas de los peces desde abajo.